jueves, 16 de febrero de 2012

Norman Mailer




Dwayne Raymond
Informe final sobre el escritorio de Norman Mailer

[…] Sentado ahora en su silla, escribiendo esto, veo todo Provincetown, el pueblo de Norman. El monumento del Peregrino —setenta y siete metros de granito— se erige contra el cielo gris como un monarca despreocupado. Debajo de la torre, un revoltijo de estructuras de madera se extiende desde High Pole Hill y baja hasta el puerto, sin inmutarse ante el mar que casi llega a tocar. Justo al otro lado de los cristales de la ventana, cuatro gaviotas se suspenden en el viento, a la deriva, elevándose pasiva y elegantemente con cada suave ráfaga. Son vistas que a Norman le habrían gustado. […]

Si Norman supiera que yo estoy escribiendo en su mesa usando mi portátil, seguramente sugeriría que cambiara mi manera de hacer las cosas y cogiera una pluma. El tono de su voz en mi cabeza me divierte pero a la vez me fastidia un poco, así que digo en voz alta a las paredes sin oídos que ¡escribir con pluma será como lo hacías tú! Yo prefiero un portátil para el trabajo, aunque escribo muchos apuntes a mano, eso sí. Algunas cosas cambian, otras no.

El escritorio de Norman, por ejemplo, ha quedado prácticamente sin tocar. Hay fichas desparramadas por toda la mesa, justo como él la dejó el último día que subió hasta aquí en agosto. Me exprimo los sesos en el intento de fijar la fecha exacta, sabiendo que puede ser de utilidad para algún futuro biógrafo, pero soy incapaz de recordar. Claro, incluso si pudiera dar con un día en concreto, podría equivocarme. Sería muy típico de él haber subido aquí para una última sesión de trabajo en secreto. Me agrada pensar que tal vez fuese de esa manera, pero lo dudo. Aún así, a veces era bastante pillo, una de sus características más simpáticas. Otra: su tendencia al desorden.

Las fichas de tres pulgadas por cinco en su mesa son de color blanco y verde, amarillo y rosa, o azul y naranja. Se las compré yo hace muchos años porque él creía que una variedad de colores podría ayudarle a captar y guardar mejor las ideas. Este episodio sucedió cuando él daba el último empujón para terminar el libro sobre Hitler que nos había unido, El castillo en el bosque. Dijo que no quería correr el riesgo de perder ni una pizca de pensamiento, ni una sola línea de texto —de ahí las fichas de un color para un personaje viejo, de otro para una nueva escena—.

Al lado de una de las dos pequeñas lámparas de lectura en el escritorio de Norman hay una estatuilla de un militar. Tiene los brazos audazmente cruzados, el pie derecho plantado encima de un tambor y las alas laterales del tricornio algo caídas. Viste uniforme verde con pantalón blanco, y de su cadera izquierda cuelga una espada. Los diminutos puños de su chaqueta son rojos, y charreteras doradas recalcan la importancia del personaje. Sin duda es más que un mero soldado de a pie; se trata de un coronel como menos, si no de un rango aún mayor, y mantiene una guardia incólume sobre la mesa. Detrás de él hay el cráneo de un animal, de un canino pequeño.

Siempre me daba grima contemplar aquella cabeza, y durante cinco años le hice caso omiso. Pero ahora, estudiando su superficie, me doy cuenta de que parece blanqueada por la luz del sol, un sol que hasta hace poco no iluminaba muy a menudo esta mesa. Alguien debe de haberlo traído a Norman desde un lugar árido como una ofrenda para el León Literario —el sobrenombre tan imperioso que le dieron los periodistas—. Extiendo el brazo para poder tocar la boca del perro muerto: los dientes todavía están afilados. Al lado del cráneo hay una figurita pulida de un rinoceronte. Sus ojos son rubíes y su postura sugiere que puede embestir en cualquier momento, pero lleva años en la misma pose; ya no hay mucha posibilidad de que lo haga. Como casi todo en este ático, el rinoceronte está congelado en el tiempo.

El escritorio está abarrotado de libros. Varios de ellos son libros de referencia, como los dos diccionarios bilingües de alemán-inglés, y otros para sus indagaciones de diferentes tipos. Todos están relacionados con Alemania, salvo uno: el Routledge Dictionary of Latin Quotations. A Norman le interesaba el latín y su papel en la educación de Hitler. Quiso saber todo sobre lo que Hitler hubiera estudiado antes de cumplir los dieciséis años. En mi cuaderno de notas he apuntado que Norman incluso llegó a pedirme que investigara las películas de cine mudo que el pequeño dictador habría visto después de mudarse a Viena en 1906. Norman también tenía curiosidad sobre los alimentos que habría comido Hitler de chico, cómo eran los cafés que frecuentaba, y cuáles de los libros de Karl May habría leído. Norman sabía que a Hitler le fascinaban los cuentos de May sobre el oeste americano. Lo que probablemente no supiera Hitler es que Karl May nunca se aventuró más al oeste que la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York. Recuerdo que eso nos hizo bastante gracia.

Justo a la izquierda de mi portátil yace una de las bandejas de madera que compré para Norman en sustitución de las de plástico que le había comprado primero, pero que él detestaba. Están repletas de carpetas que recopilé para que las ojease cuando tuviera la oportunidad. La nota que dejé encima del montón de carpetas reza: “Información sobre los años 1906–1914. General”. Son para el segundo volumen de los libros sobre Hitler que, aparte de tomar unos breves apuntes, nunca llegó a empezar. A la izquierda de las carpetas hay un diccionario en versión íntegra, de 15 centímetros de ancho y con las páginas gastadas por el uso. […]

Sé que habrá un millón de escritores que matarían por tener la oportunidad de sentarse donde me encuentro yo al escribir estas líneas, pero el precio que he pagado por el privilegio ha sido importante. Pasamos muchas horas aquí arriba, él y yo, trabajando y atesorando tantos recuerdos que ahora me cuesta encontrarlos todos. Pero puedo compensar esa pérdida tocando su escritorio y, por arte de magia, escuchar su saludo ronco de “Buenos días, compadre”. De hecho, estar aquí supone algo más que simplemente sentir su presencia fantasmal: sus aceites corporales, las células de su piel, ya fusionados a la madera de esta vieja mesa de trabajo. Dejó parte de sí mismo aquí, literalmente, gastando el borde con la mano al escribir, destilando el ritmo de su estilo. […]

-
© Traducción: Ross Howard
Fotografía: Norman Mailer Center
-
Dwayne Raymond es autor de Mornings with Norman Mailer, Nueva York, HarperCollins Publisher, 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario