lunes, 4 de marzo de 2013

Roland Barthes







La nave Argos
 
Los argonautas iban reemplazando poco a poco todas sus piezas, de suerte que al fin tuvieron una nave enteramente nueva, sin tener que cambiarle ni el nombre ni la forma. Esa nave Argos es muy útil: proporciona a la alegoría un objeto eminentemente estructural, creado, no por el genio, la inspiración, la determinación, la evolución, sino por dos actos modestos (que no pueden captarse en ninguna mística de la creación): la sustitución (una pieza desplaza a otra) y la nominación (el nombre no está vinculado para nada a la estabilidad de las piezas).
 
Otro Argos: tengo dos espacios de trabajo, uno en París y otro en el campo. Del uno al otro no hay ningún objeto en común, pues no se transporta nunca nada. Sin embargo, los dos lugares son idénticos. ¿Por qué? Porque la disposición de los útiles (papel, plumas, pupitres, relojes, ceniceros) es la misma: es la estructura del espacio lo que configura su identidad. Este fenómeno privado bastaría para esclarecer el estructuralismo: el sistema prevalece sobre el ser de los objetos.
 
 
 
Mi cuerpo sólo está libre de todo imaginario cuando reencuentra su espacio de trabajo. Este espacio es en todas partes el mismo, pacientemente adaptado al goce de pintar, de escribir, de clasificar.
 
 
 
 
Soy incapaz de trabajar en una habitación de hotel. No es el hotel en sí lo que me molesta. No se trata del ambiente o de la decoración; se trata de la organización del espacio (¡Por algo soy estructuralista!). Para que yo pueda trabajar, es menester que esté en condiciones de reproducir estructuralmente mi espacio de labor habitual. París, el lugar donde trabajo (todos los días de las nueve y media a las trece horas: ese timing regular de funcionamiento de la escritura me conviene más que el timing fortuito que supone un estado continuo de excitación) está en la habitación donde duermo (que no es aquella en que me lavo y tomo mis comidas). Ese lugar se completa con un lugar de música (toco el piano todos los días más o menos a la misma hora, a las catorce y treinta) y con un lugar de pintura, con muchos utensilios. En mi casa de campo he reproducido esos tres lugares. Poco importa que no estén en la misma habitación. No son los tabiques de separación, sino las estructuras lo que cuenta.
 
 

 
Pero eso no es todo. Es necesario que el espacio de labor propiamente dicho esté también dividido en cierto número de microlugares funcionales. Primero, debe haber una mesa (me gusta que sea de madera, pues la madera me encanta). También me hace falta una prolongación lateral, es decir, otra mesa en la que pueda colocar las diferentes partes de mi trabajo. Y luego necesito un lugar para la máquina de escribir y un pupitre para las diferentes criaturas de mi imaginación, microplannings para los tres días siguientes y macroplannings para el trimestre, etc. (Tenga usted en cuenta que no los miro nunca. Su sola presencia me basta). Por fin, tengo un sistema de fichas de formas igualmente rigurosas: un cuarto del formato de mi papel habitual.
 


 
Si yo fuera escritor y estuviera muerto me gustaría que mi vida se redujese, por obra de los cuidados de un biógrafo amistoso y desenvuelto, a algunos detalles, a algunos gustos, a algunas inflexiones, digamos a biografemas.
 
 
 
 
 
Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Kairós, 1978. Traducción de Julieta Sucre
Jean-Louis CALVET, Roland Barthes. 1915-1980, Barcelona, Gedisa, 1992. Traducción de Alberto Luis Bixio

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